La Mansión de los Thornfell estaba sumida en silencio. Jamás se había sentido una quietud así; tras recibir la noticia, todo parecía haberse hundido en la tierra.
Adentro, en el piso más alto del ala este, el grito de Agatha Thornfell destrozó la calma.
—¡No! ¡No, no, NO!
El vidrio estalló. Una lámpara se estrelló contra la pared, explotando en una lluvia de chispas. Almohadas rasgadas, marcos hechos pedazos, botellas de perfume reventando como granadas diminutas cargadas de desesperación.
Agatha arrasaba la suite como un huracán poseído, con su bata de seda agitándose alrededor de su cuerpo delgado y el rímel escurriendo por sus mejillas.
—¡No puedo perder! ¡Soy una maldita Thornfell! —chilló.
Su voz se quebró bajo el peso de la incredulidad. La realidad se había convertido en una pesadilla con los ojos abiertos. Su imperio: desaparecido. Su legado: reducido a cenizas.
Tres hijos, muertos. El cuarto, postrado en cama y con muerte cerebral. Un general que prometía tanto, ahora babeand