El general Kaelus no suavizó el golpe. Habló con la gravedad de un juez que dicta una sentencia de muerte.
—Su nombre es Selena Verrick.
Esa familia. Jaden apretó la mandíbula. Los Verrick eran dinero viejo. Sangre real. Obsesionados con la reputación, obsesionados con el control. Cualquier desviación de su narrativa perfecta era borrada, ya fuera con silencio o con la fuerza.
Kaelus continuó:
—Después del incidente, la repudiaron. Sin juicio. Sin preguntas. La echaron como si fuera basura. A ella y a la recién nacida.
Jaden cerró los ojos.
La habían desechado, una víctima de las circunstancias, obligada a cargar con una vergüenza que nunca debió ser suya. Una vida de exilio, sobreviviendo a duras penas en las sombras, marcada por un pasado que nunca eligió. Y la niña… su hija… nacida en ese dolor.
—El nombre de su hija es Mia —dijo Kaelus.
Mia. El nombre resonó en su cabeza como el tañido de una campana.
Se la imaginó: manos diminutas, noches heladas, el hambre royéndole las costillas