El caos se arremolinaba en la arena. La multitud seguía conmocionada por lo que acababa de presenciar: un solo nombre anunciado para dos familias rivales, un enfrentamiento imposible que rompía toda lógica de las Pruebas de Sangre. Pero detrás del telón del poder, las cosas se movían más rápido de lo que el ojo público podía percibir.
Dentro de la cubierta de mando del crucero, una lujosa sala de control acristalada con vista panorámica a la arena, Victor Rivers permanecía erguido, con los brazos a la espalda, observando el desarrollo de los acontecimientos en silencio.
Los botones dorados de su uniforme resplandecían bajo las luces del techo. A su lado, un asistente sostenía un informe con ambas manos, temblando.
—Señor —tartamudeó el asistente—, según los estatutos... que un luchador represente a dos familias en la misma categoría es motivo de descalificación automática.
Victor ni siquiera se volteó.
—¿Ah, sí? —dijo con calma.
—Sí, señor. Artículo siete, sección cuatro...
—Quémalo.