A la mañana siguiente, en casa de la tía Martha. La vieja mesa del comedor crujió levemente cuando los cuatro tomaron asiento: Jaden, la tía Martha, Julie y el pequeño Kelvin.
El tenue aroma a pan tostado y huevos llenaba la modesta vivienda, mezclándose con la silenciosa calidez de la familia.
Aquel no era un día cualquiera; era el cumpleaños de Kelvin. La cara pálida del niño se iluminó de emoción; con los ojos muy abiertos, aferró la pequeña caja de regalo que Julie deslizó sobre la mesa.
—Feliz cumpleaños, campeón —dijo Julie con una sonrisa suave—. Espero que te guste.
—¡Gracias, tía Julie! —exclamó Kelvin, rompiendo ya la envoltura con dedos ansiosos.
Jaden rio discretamente, aunque su mirada penetrante nunca se suavizó del todo. La sonrisa del niño era un escape temporal de la tormenta que se gestaba bajo la superficie de esa familia.
Martha se pasó la mano por la cara, pero las lágrimas ya brotaban. Su voz se quebró al susurrar:
—Si... si pudiera dar mi vida a cambio de curar