Capítulo 5

Aidan no reconoció a la persona que vino a recogerlos en la carretera. Era un hombre un poco más bajo que él, de piel bronceada y músculos marcados, un rostro bastante atractivo de facciones gruesas y una sonrisa juguetona.

Tan pronto como el hombre bajó de su carreta con un brinco casi acrobático, Aidan notó el asombro en su rostro mientras lo recorría de pies a cabeza una y otra vez, como si no se pudiera creer que él estuviera ahí.

—Vaya, la ciudad te sentó muy bien, Aidy. ¡Mira cuánto has crecido!

—¿Te conozco? —Aidan frunció el ceño, confuso. No encontraba nada familiar en ese chico, y el apodo cariñoso le resultó muy incómodo.

—Evidentemente no. Que tristeza, pensé que te alegrarías mucho de verme. Cuando tu padre me dijo que vendrías, pedí ser yo quién te recogiera, aunque este no sea mi trabajo habitual. Quería ser el primero en verte. Alguna vez fuimos los mejores amigos, me rompe el corazón que me hayas olvidado.

El joven hizo un gesto dramático tocando su pecho y actuando como si estuviera muy afligido. Esa manera de ser tan teatral y bromista solo podría pertenecer a una persona.

—¡¿Colin?!

—¡El mismo!

Aidan sonrió ampliamente y abrazó a Colin con fuerza, casi asfixiándolo. En su infancia, Colin siempre fue más grande que él, pero ahora los papeles se habían invertido: no solo era un par de centímetros más alto, sino que también había ganado bastante musculatura. El chico le palmeó rápidamente la espalda pidiendo clemencia, lo que provocó una profunda carcajada en Aidan.

Declan y Tara se miraron cómplices con una suave sonrisa. Al parecer, no todo estaba perdido: su querido sobrino parecía contento, y al ver a sus demás amigos, seguramente incrementaría su alegría. Era muy raro para ellos verlo así. Tara sintió el corazón henchirse de regocijo, y Eira aulló en su interior, encantada con ese sonido masculino y ronco, pero tan sincero, que brotaba de su cachorro.

—¡Te quedaste enano! —exclamó Aidan revolviendo el cabello de Colin como si él fuera un niño.

—¡Oye! No exageres, apenas me llevas un centímetro —se quejó Colin, parándose en las puntas de sus pies de manera graciosa.

—Sí, claro, seguro que eres el lobo más pequeño de la manada —se burló Aidan de buen humor.

—Te equivocas, esa es mi compañera… Maura. —respondió el moreno con una radiante sonrisa, muy orgulloso al soltar la bomba.

—¡¿Qué?! ¡¿Maura es tu compañera destinada?!

Ahora fue el turno de Colin de reírse al ver la expresión desencajada de su amigo. Parecía una caricatura, con los ojos enormes y la boca abierta. De niños, ellos dos eran quienes más discutían: Maura no soportaba su personalidad cómica y traviesa, suficiente tenía ya con su hermana menor, así que se la pasaba regañándolo y evitándolo. Vaya giro enterarse de que eran compañeros destinados.

—Sí, como dice mi suegro, la manzana no cayó lejos del árbol. Fuimos bendecidos por la Madre Luna y casi todos encontramos a nuestros compañeros entre los amigos cercanos. Ya llevamos dos años enlazados y… —Colin lo miró a los ojos con una expresión extraña; sin embargo, Aidan solo pudo ver absoluta felicidad brillando en ellos—. Estamos esperando nuestro primer cachorro.

Esas palabras cayeron pesadas en el corazón de Aidan. Todos sus antiguos amigos eran felices, y eso lo alegraba, pero no podía evitar sentir una punzada de envidia triste. La imagen de Liam y Brianna juntos lo golpeó nuevamente con demasiada fuerza.

—Me alegra mucho escuchar eso. Te felicito.

—Oh, pero qué malos modales, lo siento, me emocioné mucho con el grandote. Un gusto conocerlos, soy Colin Ward —saludó el moreno con una reverencia, algo apenado por haber ignorado a los acompañantes de Aidan.

—Tranquilo, muchacho, entendemos perfectamente que aquí la estrella es este chico —dijo Tara divertida por el sonrojo del hombre.

—Bueno, vámonos ya, si hacemos buen tiempo llegaremos justo para la cena.

Entre todos subieron el equipaje a la carreta y se encaminaron hacia la aldea. Si no fuera por esas enormes maletas que llevaban, todos estarían felices corriendo en su forma animal. El paisaje era precioso, lleno de esos enormes árboles de roble tan característicos de la zona, con el cristalino río serpenteando y la suave brisa que traía todos los aromas de la naturaleza.

Declan y Tara estaban embelesados con la vista. Ella, con su olfato particularmente sensible, aspiró hondo, cerrando los ojos y dejando que Eira jugara en su mente, identificando cada mínima esencia. En la ciudad, su nariz tan aguda era una pesadilla; en cambio, allí, juraba que hasta podía sentir el aroma de las nubes. Habían pasado unos buenos veintisiete años desde que abandonó ese lugar.

Aidan, por su parte, batallaba en su interior con sentimientos contradictorios. Disfrutaba de lo que sus ojos veían, pero extrañaba aún más lo que su nariz ya no podía percibir. Rory estaba inquieto, y no de la buena manera. Más allá de la habitual alerta vigilante, había un matiz de temor. Estaba agazapado en algún rincón de su mente, con las orejas echadas hacia atrás y las garras expuestas, listo para saltar sobre su presa y destrozarla... Una imagen alarmante.

Un par de horas después, llegaron a la entrada de la aldea, señalada por un enorme arco tallado con figuras de lobos entrelazadas. Tara, que había disfrutado la charla interminable de Colin y los aportes de Aidan sobre la diversa flora del lugar, se sintió de repente muy nerviosa. Había estado tan distraída que apenas ahora notaba la ansiedad por volver a ese sitio del que no guardaba los mejores recuerdos.

En eso no era diferente de Aidan. Quizás por eso se entendían tan bien: ambos llevaban en sus corazones la herida todavía abierta del rechazo.

Las costumbres y rutinas de una aldea como aquella eran muy distintas a las de la ciudad. Ella era una chica urbana, independiente y un poco altanera. No bajaba la cabeza ante nadie, ni siquiera ante su esposo, y las injusticias siempre encendían su vena peleonera. Nada que ver con la imagen de una mujer sumisa y complaciente, típica de esas tierras.

Temía cometer un error y ofender a alguien. No sabía si sería capaz de doblegarse ante un Alfa, especialmente cuando le caía tan mal. Pasó las manos sudorosas sobre la tela áspera de los jeans y mordisqueó sin querer su labio inferior, pretendiendo enfocarse en la cima nevada de la montaña que le señalaba Colin.

Declan, atento como siempre, percibió su inseguridad y envolvió un brazo en su cintura.

—Todo va a estar bien, querida, ellos te van a adorar, es imposible no hacerlo —murmuró, mientras le acomodaba un mechón rebelde y se acercaba para besarla en la sien, restregando la nariz en su mejilla. Como esperaba, Eira se concentró en la caricia y liberó algo de la tensión acumulada.

—Solo estoy preocupada… Hace mucho que no visito una manada tradicional. No recuerdo bien las costumbres. Y todo ese tema de los ancianos... ellos pueden echarme… otra vez —confesó en un susurro.

—Tranquila, si alguien te hace un desaire, patearemos sus traseros presuntuosos y nos iremos —la confortó Aidan guiñándole un ojo, con esa sonrisa desafiante que le garantizaba que no era una broma.

—No se preocupe, señora, todos en la aldea están muy emocionados por su visita y el regreso de este gigante. Además, ellos dos serán los wolven más grandes en Gartan, no creo que nadie quiera provocarlos —declaró Colin, con tono amable y una risa baja que los contagió a todos.

—Hey, nada de peleas. Lo que menos quiero es perturbar el lugar —protestó Tara, señalándolos con el dedo índice, pero sin poder contener su sonrisa satisfecha.

La conversación empezó a cambiar cuando vieron las primeras casas, hermosas cabañas de madera, jardines con flores y arbustos, calles empedradas y antorchas altas. Al llegar a la plaza central, con su bonito estanque de colores, mientras sus compañeros de viaje sonreían, admirando el pintoresco lugar, los recuerdos cayeron de golpe sobre Aidan como una avalancha. Fue abrumador y aplastante.

Por un momento, sintió que le faltaba el aire. Intentó respirar, pero la presión en su pecho no cedió. Sus costillas parecían comprimirse, impidiéndole llenar sus pulmones, cada vez más vacíos. De nuevo se convirtió en ese niño escuálido e indefenso de quince años. En su mente aparecieron retazos de imágenes distorsionadas: un bosque tenebroso, hojas ensangrentadas, garras, colmillos, y unos ojos azules vacíos.

Sentía como si una tenaza al rojo vivo le atravesara la carne y le revolviera las entrañas. Cada fibra de su ser gritaba por salir de allí, por escapar. No estaba listo para enfrentarse a este lugar. No quería hacerlo.

Rory gruñó tan amenazante que el sonido se filtró y salió de su garganta. Parecía que la carreta avanzaba llevándolo al patíbulo y no a su hogar. Su respiración se hizo rápida, irregular, y su cuerpo se tensó. La rigidez se apoderó de sus músculos involuntariamente. Apretó el asiento tan fuerte que la madera tronó y se rompió entre sus dedos.

Colin no quiso decir nada; en el fondo comprendía que sus pasajeros traían emociones complicadas. Pero el olor acre que desprendía Aidan saturaba el aire a su alrededor. Distaba mucho del ligero dulzón que había mantenido durante el recorrido. Ahora apestaba a miedo y rabia, con algo de cautela, y mucha, mucha violencia

Declan le apretó el hombro, ese usual gesto silencioso de apoyo cuando sabía que Aidan no estaba bien, pero tampoco estaba dispuesto a hablar de lo que sentía. Tara le acaricio el brazo, murmurándole un “respira” apenas audible.

Era lo único que podía hacer: cerrar los ojos y respirar.

Antes de lo que hubiera querido, la carreta se detuvo frente a la gran casa del Alfa. Y había toda una comitiva en la puerta esperando por él.

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