—¿No es Thalassa Thompson?
—¡No puede ser! ¿La interesada que se casó con Kris Miller por su dinero?
—Sí. Y que aparte lo engañó y le estuvo robando todo el tiempo que estuvieron casados.
—Sí, algo escuché. Pobre tipo. Se casó con ella aunque no era de su clase, y mira cómo le pagó. Pero ¿no la habían arrestado?
—¡Cállense las dos! ¿Cuántas veces les tengo que advertir que no anden de chismosas con los pacientes, y menos enfrente de ellos?
Thalassa abrió los ojos lentamente, pero los cerró cuando una luz intensa la deslumbró. Parpadeó para acostumbrarse y, al abrirlos de nuevo, vio a tres mujeres inclinadas sobre ella. Llevaban uniformes médicos. Dos parecían enfermeras y la otra, una doctora.
—Ya despertó —comentó una de las enfermeras.
Las tres mujeres clavaron su atención en ella.
—Por fin —dijo la que parecía ser la doctora, dedicándole una sonrisa breve a Thalassa—. ¿Cómo te sientes, niña?
Apoyando una mano en la cama, Thalassa se incorporó con lentitud, soltando un quejido. Sintió un dolor agudo en el vientre que la hizo hacer una mueca de confusión.
—¿Qué pasó? ¿Por qué estoy aquí?
Lo último que recordaba era haber salido de la mansión Miller después de firmar los papeles del divorcio. ¿Cómo había llegado al hospital?
—Ay, pobre, ni siquiera se acuerda de lo que pasó. A ver cómo toma la noticia —le susurró una enfermera a la otra, pero lo suficientemente alto para que se oyera.
La doctora las fulminó con la mirada.
—¿De qué están hablando? —preguntó Thalassa.
La doctora se mordió el labio.
—Anoche, una mujer te encontró en la calle, en medio de un charco de sangre, y llamó a una ambulancia. Te trajeron de urgencia a este hospital.
El horror de la noche anterior le quemó la mente: iba caminando por la calle cuando la tomaron por la fuerza y la metieron a un callejón; su agresor la pateó en el vientre una y otra vez, sin importar cuánto le suplicó que tuviera piedad.
La doctora siguió hablando.
—Espero que no te moleste, pero como ya sabíamos quién eras, el hospital se tomó la libertad de mandar un mensaje a la oficina de tu esposo. Desafortunadamente, no hemos recibido respuesta.
Thalassa temía hacer la pregunta más devastadora, la única que importaba, pero sabía que tenía que enfrentarla.
—¿Kris no vino? —preguntó.
Comenzó a hablar con los labios temblorosos y los ojos llenos de lágrimas.
—¿Cómo está mi bebé? Por favor, dígame que mi bebé está bien. Por favor, dígame que no le pasó nada.
La doctora no respondió por unos segundos, pero su expresión desolada le dio a Thalassa la respuesta incluso antes de que hablara.
—Los golpes en el vientre fueron muy fuertes y, como apenas tenías dos meses de embarazo, no lo resistió. Para cuando llegaste al hospital, ya habías perdido demasiada sangre, y la prioridad era salvarte la vida. Lamento informarte que no pudimos salvar tu embarazo.
—No —susurró Thalassa mientras una lágrima le resbalaba por la mejilla.
Luego otra. Y otra más.
—En serio lo sentimos —continuó la doctora—. Sabemos que quizá quieras un momento a solas, pero por la naturaleza del ataque, tuvimos que avisarle a la policía. No tardan en llegar para tomar tu declaración. Lamento mucho tu pérdida.
Dicho esto, la doctora y las enfermeras salieron de la habitación. Thalassa volvió a recostarse lentamente mientras más lágrimas corrían por su cara, y se acurrucó hecha bolita. La postura le provocaba dolor en el vientre, pero no era nada comparado con el que sentía en el corazón.
Unos minutos después, alguien tocó a la puerta y dos policías entraron a la habitación.
—Sabemos que está pasando por un momento muy difícil, pero si quiere que ayudemos a llevar ante la justicia a quien le hizo esto, necesitamos su declaración —dijo uno de ellos.
Thalassa se reincorporó despacio, con la mirada perdida. El policía tenía la pluma lista sobre su libreta.
—¿Vio quién le hizo esto? —preguntó.
Ella negó.
—No, traía una máscara que le cubría toda la cara.
El otro oficial dio un paso al frente.
—¿Esto es suyo? —dijo.
Fue entonces cuando Thalassa se dio cuenta de que sostenía el bolso que ella llevaba el día anterior. Ella asintió.
—Sí.
El primer oficial pareció reflexionar un momento.
—Bueno, nos dimos cuenta de que su agresor no le robó nada, lo que significa que fue un ataque intencional. ¿Tiene alguna idea de quién pudo haberla atacado o por qué?
—No... —empezó a decir Thalassa.
Pero de pronto, las posibilidades comenzaron a darle vueltas en la cabeza.
Recordó las palabras que el agresor le había dicho cuando ella le pidió que no la lastimara porque estaba embarazada.
“Me mandaron a darte un mensaje: la próxima vez, no te metas donde no te llaman”.
La certeza la golpeó con una fuerza brutal. ¡Alguien había enviado a ese tipo a hacerle daño!
Pero ¿quién?
Las únicas personas cercanas que se habían burlado de ella por no pertenecer a su círculo eran su suegra, Linda Miller, y los demás miembros de la familia.
Recordó las palabras que Linda Miller le había susurrado al oído antes de que saliera de la casa:
“¿En serio crees que vas a tener a ese bastardo que intentas hacer pasar por mi nieto?”
Un peso le oprimió el corazón. No podía ser, ¿o sí? Su suegra no podía haber enviado a alguien a atacarla y matar a su propio nieto, ¿verdad?
Pero también recordó la cruel traición de Karen. Era obvio que estaba confabulada con Linda. ¿Pudo haber sido Karen quien envió a ese tipo? ¿O habrían trabajado juntas para destruirla?
—No ha respondido mi pregunta —la voz del oficial la sacó de sus pensamientos.
—No, no tengo idea de quién pudo haberme atacado ni por qué —respondió.
El oficial la miró con recelo.
—¿Está segura, señora?
Thalassa asintió con rigidez.
—Sí, estoy segura.
¿De qué serviría decirle a la policía lo que sospechaba? De nada. La familia Miller era la más poderosa de Guadalajara. Gobernaban toda la ciudad. Incluso si intentara denunciar a Linda o a Karen, usarían sus influencias para que el caso se archivara o, peor aún, para que se volviera en su contra.
—De acuerdo, nos vamos por ahora, pero podríamos contactarla para pedirle más información —dijo el oficial—. Aquí tiene sus cosas.
Después de entregarle el bolso y el teléfono, se despidieron y se fueron. Thalassa encendió el teléfono, agradecida de ver que aún tenía batería.
Kris. Tenía que decirle a Kris lo que le había pasado a su bebé. Buscó su contacto y marcó su número. Sonó hasta que la llamada se fue a buzón. Volvió a intentarlo y, al obtener el mismo resultado, decidió mandarle un mensaje de texto.
“Amor, anoche me atacaron en la calle y estoy en el hospital. Nuestro bebé no sobrevivió. Por favor, ven a verme. Te necesito”.
Seguro respondería. Sin importar lo que pensara de ella, seguía siendo su hijo de quien hablaba. A pesar de su esperanza, le sorprendió recibir una respuesta. La abrió, pero en cuanto la leyó, deseó no haberlo hecho.
KRIS: “¿Y qué quieres que haga? Resuélvelo tú. No me importa”.
Thalassa sintió que el mundo se le venía encima. Estaba tan confundida que leyó el mensaje una y otra vez, tratando de convencerse de que había entendido mal.
Cuando por fin asimiló que esa era, en efecto, la respuesta que Kris le había enviado, el dolor que la atravesó fue tan inmenso que jadeó y se llevó una mano al pecho. Sintió que el corazón se le iba a desgarrar. Quizá sería mejor, así dejaría de doler tanto.
¿Resuélvelo tú? ¿No me importa?
¿Cómo podía ser tan cruel con ella cuando más lo necesitaba?
Cuando se cansó de llorar, se quedó acostada en silencio, con la mirada fija en el techo. Unos minutos después, la puerta se abrió y entró la misma doctora de antes.
—Mandamos otro recado a la oficina de tu esposo y no ha habido respuesta, pero necesitamos que alguien llene los papeles necesarios. ¿Qué hacemos...?
—Ya no lo contacten —dijo Thalassa con voz apagada.
—¿Perdón?
Thalassa se levantó lentamente mientras se secaba las lágrimas de la cara.
—Dije que ya no lo contacten —respondió con voz dura—. Yo me voy a encargar de todo.
Había terminado. Estaba harta de derramar una sola lágrima más por Kris Miller.