El salón quedó en silencio. Un silencio tan profundo que se podría haber escuchado caer un alfiler mientras todos miraban a Thalassa, atónitos, pero la única reacción que le importaba era la de Kris. Las aletas de su nariz se ensancharon y sus ojos se abrieron, como si exigieran saber si decía la verdad.
—Sí.
Ella asintió con seriedad.
—Es verdad. Recién me doy cuenta. Por eso te llamé tantas veces, quería darte la buena noticia, pero nunca contestaste. Y cuando te mandé el mensaje… el que decía que tenía algo importante que decirte… era esto.
Contuvo el aliento mientras evaluaba la reacción de Kris, esperando su respuesta con ansiedad. Le examinó la cara, como si buscara cualquier indicio de mentira, y su mirada se volvió indecisa.
Cuando Thalassa empezaba a pensar que le creía, apareció su madre.
—No puedes creerle nada de lo que salga de la boca de esta zorra, no después de todo lo que ha hecho. ¡Está mintiendo! Es obvio que te dice esto para que no te divorcies de ella.
—¡No estoy mintiendo!
Declaró Thalassa con insistencia.
—Cuando me enteré, se lo conté a Karen. Ella…
—¿Por qué insistes en meterme en tus mentiras? A mí no me dijiste nada.
Negó Karen una vez más. Esta vez, la traición no sorprendió a Thalassa, pero no por eso le dolió menos.
En ese instante, la expresión dubitativa de Kris se transformó de nuevo en una mirada dura e implacable.
—Lárgate de aquí.
Thalassa se estremeció y sintió un nudo en la garganta.
—Te acabo de decir que estoy embarazada. ¿En serio quieres que me vaya?
—Ya no voy a caer en tus mentiras. Te quiero fuera de mi vida porque no te soporto. Te odio.
Los ojos de Thalassa se llenaron de lágrimas mientras negaba una y otra vez.
—Tú… no lo dices en serio.
Kris se rio con una burla tan cruel que le recorrió un escalofrío por la espalda.
—Tienes razón, no lo digo en serio. Porque no solo te odio, Thalassa. Te aborrezco.
Las lágrimas por fin rodaron por sus mejillas. En ese momento, el dolor que le atravesó el corazón fue tan agudo e intenso que sintió una punzada que la dejó sin aire. Tuvo que esperar unos segundos a que el dolor disminuyera.
—Bien —dijo al fin, secándose con furia las lágrimas que le corrían por las mejillas—. Dame una pluma y firmo los papeles del divorcio.
Estaba harta. Harta de que la humillaran. Harta de intentar demostrarle su inocencia a Kris. Si él la aborrecía, que así fuera.
Alguien le puso una pluma enfrente. Sin molestarse en ver quién se la ofrecía, Thalassa la tomó y caminó hacia la mesa de centro de la sala. Se inclinó, puso los papeles encima y firmó en todos los lugares indicados.
Cuando terminó, cerró la carpeta y regresó a donde estaba Kris.
Su voz y su expresión estaban ahora vacías de toda emoción.
—Ten. Ya los firmé. Tal como querías.
Kris le tomó los papeles, sin apartar la mirada de ella.
—Cuando decidas a dónde quieres que lleven tus cosas, avísame y haré que te las manden.
Y así, se dio la vuelta y se fue, subiendo las escaleras sin mirar atrás.
Una vez que desapareció de su vista, Thalassa se volteó lentamente para mirar a la gente que estaba detrás de ella. Todos tenían sonrisas de victoria en sus caras, excepto Karen, que ni siquiera tuvo el valor de mirarla.
—¿Tú qué sigues haciendo aquí, perra? Mi hermano ya se divorció de ti. Tomas, sácala de aquí.
Ordenó Tyler, el hermano de Kris.
Cuando el guardia de seguridad la tomó del brazo, Thalassa se soltó de un tirón y dijo con una voz dura:
—Sé cómo salir.
Con la cabeza en alto, comenzó a caminar hacia la puerta, pero cuando pasaba junto a su ex suegra, esta la sujetó del brazo y le susurró para que solo ella la oyera:
—¿En serio crees que vas a tener a ese bastardo que intentas hacer pasar por mi nieto?
Cuando Linda por fin la soltó, Thalassa no respondió y siguió su camino hacia la salida. No habría podido responder aunque hubiera querido porque se sentía cansada. Agotada. Anestesiada.
Un año soportando la repentina actitud indiferente de Kris y las humillaciones de su familia, haciendo todo lo posible para que su matrimonio funcionara, ¿y qué había conseguido? Nada. Todo había sido en vano.
Una vez fuera de la mansión Miller, Thalassa siguió caminando. No supo por cuánto tiempo lo hizo, ni a dónde se dirigía. Lo único que sabía era que su mundo entero se había derrumbado a su alrededor y no tenía idea de cómo recoger los pedazos.
De pronto, fue consciente de lo que la rodeaba cuando una mano la agarró por detrás y la empujó a un callejón oscuro. Sintió terror y gritó, pero la persona que la había agarrado le tapó la boca rápidamente con la mano.
—¡Ni se te ocurra gritar!
Siseó su atacante. Era un tipo, y llevaba la cara cubierta con una máscara.
Thalassa contuvo la respiración, al darse cuenta de lo imprudente que había sido al deambular sola a esas horas de la noche. No, no podía permitir que le pasara nada. Ya había sufrido demasiado como para añadir esto a su desgracia.
Con todas sus fuerzas, le mordió la mano con saña. El sujeto gritó y la soltó, pero antes de que pudiera aprovechar para correr, la agarró del cuello, la estrelló contra la pared y le clavó la rodilla en el vientre con violencia.
Thalassa ahogó un grito mientras un dolor agudo le recorría el abdomen, y sus ojos se abrieron con pavor. ¡Su bebé!
—No me hagas daño. Por favor, no me hagas daño —suplicó—. Llévate todo lo que tengo, pero por favor, no me lastimes. Estoy embarazada.
El tipo se rio con crueldad.
—¿Y a mí qué me importa?
Se inclinó y le susurró al oído:
—Me mandaron a darte un mensaje: la próxima vez, no te metas donde no te llaman.
Luego le clavó la rodilla en el abdomen otra vez, con más fuerza que antes. Thalassa gritó de dolor y su cuerpo se debilitó hasta que se desplomó en el suelo.
Se abrazó el vientre mientras yacía en el suelo, suplicando con voz débil:
—Te lo ruego. Por favor, no me hagas daño. Estoy embarazada. ¿Por qué haces esto? Por favor, ten piedad. Por favor.
Pero todas sus súplicas fueron ignoradas. El tipo empezó a patearle el abdomen, una y otra vez. Cuanto más le rogaba, más la pateaba.
Para cuando se detuvo, Thalassa tenía lágrimas corriendo por la cara y no dejaba de gemir de dolor. Tardó varios segundos en darse cuenta de que su agresor se había ido.
Le dolía todo el cuerpo mientras se apoyaba en el suelo para intentar sentarse, pero se quedó paralizada al darse cuenta de que estaba sangrando. La sangre le empapaba la ropa interior y formaba un charco entre sus muslos.
El pánico la consumió. ¡No! ¡Su bebé! ¡Su bebé! Tenía que salvar a su bebé.
Con las últimas fuerzas que le quedaban, se arrastró fuera del callejón, gritando débilmente:
—Ayuda. Por favor, ayúdenme.
Intentó ponerse de pie, pero el dolor era insoportable, así que siguió arrastrándose mientras pedía ayuda.
Vio que se acercaba una mujer y extendió la mano hacia ella.
—Por favor… ayúdeme.
La mujer pareció asustarse y se alejó corriendo sin siquiera voltear a verla.
—No… por favor, no se vaya. Ayúdeme.
Se sentía demasiado débil. El mundo entero dio vueltas ante sus ojos antes de que se desplomara en el suelo y todo se volviera negro.