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Capítulo 2 —Los declaro marido y mujer

Capítulo 2 —Los declaro marido y mujer

Narrador:

El sacerdote carraspeó, tratando de devolver solemnidad a una ceremonia que ya se había convertido en un escándalo. Sostuvo el misal con ambas manos, con los dedos temblorosos, y empezó a recitar las palabras clásicas con una voz que buscaba esconder el temblor.

—Hijos míos, nos hemos reunido en este día bajo la mirada de Dios para unir en sagrado matrimonio a este hombre y a esta mujer…

Luigi rodó los ojos con impaciencia. Sentía el murmullo de la gente detrás, la respiración contenida de Ernesto Paz a pocos pasos, la sonrisa venenosa de Valeria a su lado. Y en medio de todo eso, la voz monótona del sacerdote le parecía un insulto, un teatro innecesario.

—Padre, ¿podemos ir a lo del “los declaro marido y mujer”? —interrumpió de pronto, con voz firme, como si estuviera ordenando una ejecución.

El sacerdote parpadeó, atónito. Se quedó mirando a Luigi como si acabara de escuchar la mayor blasfemia dentro de aquellas paredes.

—Señor Mattos… eso… eso no es posible. Debo cumplir con los votos, debo formular las preguntas.

Luigi arqueó una ceja, sin molestarse en disimular el fastidio.

—Entonces pregunte —dijo, con una calma que era pura amenaza.

El sacerdote tragó saliva, pasó la lengua por los labios resecos y volvió a mirar el misal.

—Luigi Mattos, ¿aceptas a Valeria Paz como tu legítima esposa, para amarla, honrarla y cuidarla en la salud y en la enfermedad, en la riqueza y en la pobreza, hasta que la muerte los separe?

El eco de las palabras flotó como un cuchillo en la iglesia. Luigi miró de reojo a Valeria. Ella lo observaba con una sonrisa torcida, los ojos encendidos de rebeldía, como si estuviera esperando verlo sangrar. Luigi inspiró hondo, y respondió con voz grave, sin apartar la mirada de ella.

—Acepto.

El sacerdote respiró aliviado, como si hubiera pasado un obstáculo, y giró hacia Valeria.

—Valeria Paz, ¿aceptas a Luigi Mattos como tu legítimo esposo, para amarlo, honrarlo y cuidarlo en la salud y en la enfermedad, en la riqueza y en la pobreza, hasta que la muerte los separe?

Valeria inclinó apenas la cabeza. El ramo descansaba entre sus manos, pero sus dedos apretaban con tal fuerza que las flores parecían sufrir la presión de su respuesta. La sonrisa en sus labios era oscura, casi burlona.

—Acepto —dijo despacio, con un tono que heló la sangre de más de uno de los presentes —Aunque sé perfectamente que la muerte ya me está esperando.

El murmullo de los invitados estalló como un relámpago en la iglesia. Ernesto apretó los puños con furia, Lorena Mansini ocultó su sonrisa tras una máscara solemne, y Luigi… Luigi no apartó los ojos de Valeria. Ese “acepto” había sido una declaración de guerra. El sacerdote cerró los ojos un instante, resignado, y levantó las manos temblorosas.

—Los declaro marido y mujer.

La sentencia cayó como un disparo. Y en ese mismo segundo, Luigi supo que la condena ya había empezado. El sacerdote respiró hondo, recuperando fuerzas para pronunciar la última parte.

—Ahora puede besar a la novia.

El murmullo se elevó como una ola. Algunos invitados sonrieron aliviados, otros se inclinaron hacia adelante con ansias de ver el espectáculo que prometía ser cualquier cosa menos romántico. Ernesto Paz se llevó una mano a la frente, como si estuviera presenciando su propia ruina, mientras Franco Mansini observaba todo con los ojos entrecerrados, midiendo cada detalle como un ajedrecista que calcula su próximo movimiento. Luigi giró hacia Valeria. Ella no retrocedió ni un milímetro. Seguía erguida, con el ramo apretado contra el pecho, la sonrisa torcida dibujada en el rostro, y los ojos brillando como dos cuchillas afiladas.

—Vamos, querido esposo —susurró, apenas audible para él —Demuéstrales a todos que somos la pareja perfecta.

Luigi ladeó la boca en un gesto irónico, como si se burlara de la misma idea de perfección. Dio un paso hacia ella, le quitó con calma el ramo de las manos y lo dejó caer sobre el vestido blanco que seguía tirado en el suelo. Con una mano firme tomó la nuca de Valeria y, sin dar espacio a dudas, la acercó hasta que sus labios se encontraron. No fue un beso tierno ni solemne. Fue un choque. Un estallido de rebeldía contra el deber, de veneno contra veneno. Valeria respondió con igual intensidad, mordiéndole el labio inferior antes de separarse, como si quisiera marcarlo frente a toda la iglesia. El murmullo se convirtió en un rugido. Algunos aplaudieron con nerviosismo, otros quedaron petrificados. El sacerdote, rojo hasta las orejas, apenas atinó a cerrar el misal. Valeria se inclinó hacia Luigi, rozando apenas su boca con la suya al apartarse.

—Bienvenido al comienzo de mi agonía —murmuró con un suspiro venenoso, lo bastante bajo para que solo él lo oyera.

Luigi sostuvo su mirada, pasandose la lengua sobre el labio donde ella lo había mordido, y esbozó la mueca más cruel de todas: una sonrisa.

—Y de la mía también, esposa.

La iglesia entera entendió que aquello no había sido un beso. Había sido una declaración de guerra.El sacerdote dio por terminada la ceremonia con un gesto débil de la mano, como si quisiera desentenderse de la farsa que acababa de presenciar. Los invitados comenzaron a levantarse entre murmullos, algunos horrorizados, otros fascinados, todos conscientes de que acababan de ver mucho más que una boda: habían presenciado un movimiento político que cambiaría el mapa del norte. Luigi ofreció el brazo a Valeria. Ella lo tomó con elegancia, aunque su sonrisa seguía destilando veneno. Juntos comenzaron a caminar por el pasillo central, escoltados por los susurros que los perseguían como ecos venenosos. El vestido blanco, tirado a un costado del altar, interrumpía el paso. Luigi iba a esquivarlo, pero Valeria se detuvo un segundo, lo miró de reojo y, sin dudar, le dio un puntapié con el tacón. El traje nupcial voló hacia un costado como un estorbo, chocando contra los bancos con un golpe seco.

—Ya no lo necesito —murmuró Valeria, lo bastante alto para que todos la escucharan.

El comentario arrancó un jadeo colectivo y algunas risas nerviosas entre los invitados. Luigi no dijo nada. Solo apretó más el brazo de su nueva esposa y siguió caminando, con la mandíbula tensa y la mirada fija al frente. La luz de la puerta principal se abría ante ellos, cegadora, como si salieran de una tumba. Y mientras avanzaban juntos, el murmullo tras sus espaldas crecía, cargado de especulaciones, apuestas y miedo. Ernesto Paz, desde el altar, parecía más viejo que nunca. Franco Mansini, en cambio, se limitaba a sonreír con los ojos entornados, satisfecho. Sabía que esa salida no era la de dos recién casados: era la entrada triunfal de Luigi Mattos al norte. Y Valeria, con su traje negro y la cabeza erguida, parecía disfrutar cada segundo del caos que acababa de provocar.

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