Cassian no se aleja enseguida. Sus labios, todavía calientes, vuelven a buscar los míos en un beso profundo y lento, uno que sabe a deseo, a caos, a promesas que no deberían hacerse.
—No estoy mintiendo, Leoncita —susurra contra mi boca—. Lo resolveré. Todo esto… se solucionará. Pero tienes que prometerme algo —musita con la mirada ensombrecida.
Sus manos están aún firmes sobre mis caderas, me aprietan un poco más. Lo siento temblar levemente, como si la intensidad de lo que acabamos de hacer aún lo dominara.
—No quiero que te acerques a Daniel —su voz es una orden, áspera, peligrosa—. Prométeme que no vas a dejar que te toque. Ni una maldita caricia. Nada —exige con la mandíbula apretada.
Mi corazón da un salto. Me separo un poco para poder mirarlo a los ojos, esos ojos oscuros que ahora me arden por dentro.
Quiero expandir una sonrisa, sabiendo ahora que mi cercanía con su hijo no le agrada nada. Pero me obligo a mantenerme seria.
—Cassian… —susurro su nombre, porque aunque él no lo