El aire se corta, se siente tenso y espeso en mi garganta, es como si el mundo contuviera el aliento. El arma de Darius presiona con fuerza mi mejilla. Puedo sentir el metal helado hundirse en mi piel mientras la respiración de ese hombre enfermo resuena a centímetros de mi oído. Me tiemblan las piernas, las manos. Y mi corazón late tan fuerte que me duele el pecho. Sé que está al borde. Y sé también que cualquier movimiento en falso puede significar mi muerte. Así que lucho por mantenerme tranquila de no ponerlo más nervioso de lo que ya lo tiene la policía.
Aprieto mis ojos y respiro tan hondo como me es posible.
Mientras que Daniel parece congelado, sus ojos están clavados en Darius, en esa afirmación brutal que acaba de lanzar como una bomba: que Cassian no es su padre. Pero no hay tiempo para procesarlo. No hay una forma en la que Daniel pueda abordar el tema, porque Darius está loco y tiene una maldita pistola en mi mejilla.
—¡Baja el arma! —grita uno de los policías con el megáf