Cassian se separa apenas un segundo. El sudor resbala por su cuello, y su mirada se clava en la mía con un hambre que me paraliza y me incendia al mismo tiempo. Entonces, sin decir una palabra, toma mi cintura y me gira con suavidad pero con firmeza, haciéndome quedar sobre él, a horcajadas sobre su cuerpo.
—Muévete para mí, Leoncita —ronronea con la voz densa, quebrada por la lujuria.
Y obedezco.
Coloco ambas manos sobre su pecho firme, cálido, marcado. Lo siento latir bajo mis dedos como si su corazón supiera que me pertenece. Empiezo a mover las caderas sobre él, lentamente, frotándome, acariciando con mis paredes húmedas cada centímetro de su pene duro y enorme, que me atraviesa como una lanza. Él suelta una maldición gutural. Me mira como si estuviera presenciando un jodido milagro.
—Joder… —gime, llevándose las manos a mis pechos.
Los amasa con fuerza, con reverencia. Sus pulgares rozan mis pezones, que se endurecen con el contacto, mientras estos rebotan al compás de m