—¿Sabías que no lo recordaba?
Mi voz corta el silencio como una navaja. No es más que un susurro seco, pero se siente como una sentencia. Rossy levanta los ojos hacia mí desde su posición cercana a la silla que arrastró hasta mi costado, junto al escritorio. No dice nada. Solo asiente. Lenta. En silencio. Como si las palabras fueran un lujo que no puede permitirse ahora.
Me levanto. Me alejo un paso, solo uno, pero pesa como una grieta entre los dos.
—¿Por qué no me lo dijiste? —mi tono no es duro. No sé cómo hacerlo duro con ella. Es más… dolido. Es la voz de un hombre al que acaban de arrancarle un velo de los ojos para mostrarle que todo este tiempo estuvo viviendo en un espejismo.
Rossy abre los labios. Por un segundo, por una fracción de instante, la veo a punto de ser la de siempre. La que habla rápido, la que responde con la lengua afilada. Pero no. Esta vez, no. Solo parpadea y baja la mirada. Y eso… me jode. Me enreda el alma. Ella nunca se queda callada.
—¿Por qué, Rossy