Bianca temblaba como una hoja bajo la tormenta furiosa, su espalda pegada a la pared fría y húmeda del callejón. Su respiración era un jadeo entrecortado, interrumpida por sollozos ahogados, y aunque su cuerpo suplicaba cerrar los ojos para escapar del horror, no podía apartar la mirada de la silueta imponente que emergía de las sombras como un depredador nocturno.
La voz grave volvió a resonar, con una calma gélida que helaba la sangre en las venas.
—Les di una orden… ¡Suéltenla, ahora!
Los tres hombres intercambiaron miradas cargadas de desprecio. El barbudo, con su mano mugrienta aún clavada en el hombro de Bianca, escupió un gargajo espeso al suelo y mostró una sonrisa podrida, llena de dientes amarillentos.
—¿Y tú quién demonios te crees que eres, idiota? —gruñó con voz ronca, sacando un cuchillo oxidado de su chaqueta raída—. ¡Lárgate de aquí antes de que te raje el cuello y te deje desangrándote como a un maldito cerdo en el matadero!
El de la cicatriz imitó el gesto, desplegan