La revelación de la doctora había sido como una daga directa al corazón de Bianca.
Alexander Moretti.
Ese nombre no era un simple eco en la memoria colectiva de Nueva York; era una sentencia. Un apellido maldito, sinónimo de corrupción, violencia y sangre. Desde niña había escuchado sus historias en susurros: cadáveres hallados en los muelles, empresarios que de pronto desaparecían, jueces comprados como si fueran fichas de ajedrez. Y ahora, ese hombre, ese monstruo, corría por sus venas.
Bianca apretó la boca con ambas manos, como si pudiera arrancarse el apellido del cuerpo. Su respiración era un jadeo entrecortado.
—No… no puede ser… —murmuraba, tambaleándose dentro del consultorio—. No… ¡no!
Las imágenes la golpeaban como bofetadas: ella siempre había despreciado a los que vivían al margen de la ley, a los que se enriquecían con la desgracia de otros. Había crecido creyéndose diferente, orgullosa de no estar manchada por ese barro. Y, de pronto, descubría que su vida entera estaba