La mañana en la casa Thornhill amaneció clara, con el aire impregnado del aroma a café recién molido y a pan caliente que escapaba desde la cocina. Bianca, después de la noche intensa en brazos de Aldric, había despertado con el corazón dividido: por un lado, la ternura de aquel hombre que la había amado con fuerza y dulzura; por otro, el temor de enfrentarse a un mundo que la juzgaba, un mundo donde no todos la aceptaban.
Se arregló con sencillez, con un vestido azul claro que destacaba su frescura juvenil. El cabello, suelto en ondas naturales, caía sobre sus hombros, y en su rostro había una dulzura que no lograba borrar las sombras de lo vivido.
Cuando bajó al comedor junto a Aldric, lo primero que percibió fue la figura erguida de una mujer que parecía tallada en mármol: Margaret Thornhill. Vestida con un traje de lino blanco impecable y un collar de perlas antiguas, emanaba autoridad y desprecio en la misma medida. Su rostro aún guardaba la huella de la belleza de la juventud, p