Entre sus mantas, Elia abrió los ojos.
Su piel clara, mirada amplia, rostro alargado y ese sutil hoyuelo eran un reflejo perfecto de Damián.
Cada padre suele derretirse ante sus niñas pequeñas.
Y más cuando esta criatura, con aquellos ojos negros llenos de brillo, contemplaba fijamente a su papá. Con casi un mes de vida, ya reconocía siluetas. La fascinación se dibujaba en su rostro mientras observaba directamente a Damián.
Él la contemplaba con intensidad, sintiendo que la ternura desbordaba su corazón. Al tomarla de los brazos de Aitana y acunarla contra su pecho, sintió que algo le oprimía la garganta.
La pequeña parecía flotar entre sus brazos, liviana como una pluma, con una piel tan delicada que parecía seda.
Damián no pudo evitar acercar su rostro al de Elia. Ella olía a ese aroma dulce de leche, ese olor particular de los bebés que hace sentir tanta felicidad.
Los ojos de Damián se humedecieron, casi perdiendo la compostura—
Así que este era el aroma de la felicidad.
A un lado,