El pacto entre ellos contemplaba apenas tres días como marido y mujer.
Sin embargo, Damián apenas tuvo presencia real, consumido por obligaciones que lo mantenían encerrado en el despacho de la villa durante gran parte del día. Las noches eran otro mundo para él; salía al anochecer y no volvía hasta poco antes del amanecer, siempre antes de las cinco. Al regresar, tras asearse meticulosamente, buscaba a la pequeña Elia, la envolvía en sus brazos y dejaba que melodías suaves escaparan de sus labios, arrullándola con nanas improvisadas.
Durante ese fugaz periodo de setenta y dos horas, Damián exprimió cada segundo disponible para estar junto a su hija. Se esforzó tanto que, cuando Elia creciera, conservaría entre la niebla de sus primeros recuerdos la calidez del afecto paterno.
Llegó la última velada.
Cuando Damián apareció, una sombra pesada parecía acompañarlo. Desplomado en el asiento de su automóvil, con el cansancio marcando cada línea de su rostro, sus dedos buscaron la familiar c