POV ADRIAN.

Cinco años han pasado desde que León llegó al mundo con un llanto que atravesó la noche toscana y se instaló para siempre en mi pecho. Cinco años que decidimos regalarle a nuestros hijos antes de volver a la guerra. No fue fácil. Cada día de paz era una deuda que sabíamos tendríamos que pagar, pero valió la pena. No queríamos que crecieran mirando por encima del hombro, que durmieran con una pistola bajo la almohada o que preguntaran por qué mamá revisaba la laptop a medianoche. Queríamos que conocieran el olor del pan recién horneado, el sonido de las cigarras en verano, el sabor de los higos maduros arrancados directamente del árbol. Queríamos que tuvieran infancia.

Las mellizas, Sofía y Valeria, ya no son las niñas que corrían descalzas por el patio de la casita blanca. Tienen doce años. Son altas, de piernas largas y miradas directas. Hablan italiano con la fluidez de quien nació entre viñas, español con el acento de su madre y inglés con la precisión de quien ha leído