NARRADOR.

Gabriela se vio de nuevo en esa celda con olor a metal, sintiendo la humedad clavarse en los huesos, la lengua pastosa, el frío que mordía las muñecas donde le apretaban las esposas. Recordó las luces cegadoras de los interrogatorios, el golpe seco en la espalda, los susurros largos en los pasillos, las miradas que devoran. Volvió a oír el cierre pesado de una reja. El latido de su corazón se hizo tambor dentro del pecho.

Se despertó jadeando, la almohada empapada de sudor. La oscuridad de su cuarto la recibió como una segunda celda. Las manos le temblaban; todavía tenía la sensación de los dedos en la garganta. Cerró los ojos con fuerza y dejó que la respiración volviera a un ritmo humano. Aquella pesadilla era una herida abierta que, de vez en cuando, le recordaba que había estado al borde del abismo.

Se levantó, se duchó con agua caliente hasta que la piel no le ardiera tanto, y se vistió con prendas sencillas, pero elegantes. El reflejo en el espejo le devolvió una cara d