Solo hasta media mañana del día siguiente, Eirin pudo activar el móvil oculto con el que se había estado comunicando con Ethan. Asegurarse de que Orestes no estuviera cerca le había tomado tiempo, y más aún confirmar que ninguna cámara nueva hubiese sido instalada en su habitación. Se sentó en el borde de la cama, con la espalda recta, el cabello recogido de forma descuidada y los ojos clavados en la puerta cerrada. Apretó el botón de encendido y esperó, con el corazón palpitando como si estuviera cometiendo un crimen.
La pantalla se iluminó. Había varios mensajes sin leer, pero antes de revisar alguno, presionó la llamada directa a Ethan.
—¿Hola? —respondió con un hilo de voz, apenas audible.
Del otro lado, la respuesta fue casi inmediata:
—Eirin… ¿qué te ha pasado? Te he escrito toda la noche.
—Estoy bien —respondió ella en voz baja, casi en un susurro.
Se levantó y caminó hacia el ventanal. Estaba sola, lo sabía, pero la desconfianza se había convertido en un reflejo automático. En