Al día siguiente, Eirin después de haber superado con habilidad la mirada escudriñadora de Orestes, a media mañana salió de casa a caminar sola. Sabía que no debía acercarse al bufete, no podía trabajar. Activó el altavoz de su teléfono cifrado y llamó a Ethan.
—Hola —le respondió Ethan—. Estaba pensando en ti.
—Hola —contestó ella y miró a la distancia.
—¿Dónde estás?
—En el parque central, vine a respirar un poco. Me siento asfixiada. Siento que estoy perdiéndome.
—Ven conmigo —le dijo en voz susurrada—. No tienes porque vivir con esa presión.
—Si pudiera hacerlo, hace rato ya no estaría ni siquiera en este país.
Se escuchó la respiración profunda de Ethan.
—¿Qué es eso que yo no sé, y que te mantiene atada a ese demonio? —El tono de su voz demostró el odio y la amargura que sentía.
—Es algo muy personal —suspiró—. Hablamos luego, voy a tomarme un café.
No le dio tiempo a exigir más respuestas, dejando a Ethan con mucha frustración. Estaba profundamente enamorado de Eirin y lo qu