Y mientras Ethan sufría y resentía el dolor de la traición y la burla, en otra parte de la ciudad, Orestes veía el mismo video desde su celular, recostado en una poltrona de terciopelo rojo. Tenía una copa de coñac en la mano, y una sonrisa voraz en el rostro.
—Mírate, mi dulce Eirin —susurró, acariciando la pantalla—. Ni siquiera sabes lo que hicimos… pero tu cuerpo aún me reconoce. Ese bastardo ya vio esto. Ahora sabrá que jamás podrás ser completamente suya. Porque tu alma me pertenece. Y tu cuerpo... también.
Reprodujo el video una y otra vez. Se detenía en los detalles: en cómo se curvaba su cuello al moverse, en cómo la luz delineaba los ángulos de su cuerpo dormido. Era perverso, insaciable. Su obsesión había alcanzado un nuevo nivel: ya no quería dominarla, quería destruirla y reconstruirla a su imagen.
Mientras tanto, Eirin, aún desconcertada, llegó hasta un centro comercial cercano. Se encerró en un baño y vomitó. El asco, el miedo, la humillación se entrelazaban como una so