El estruendo que hizo el cuerpo de Eirin al caer al piso de parquet resonó de manera alarmante. Orestes taladró con la mirada a Larissa, quien se encontraba sobre Eirin quitándole el arma de entre los dedos, que inconsciente no se había dado cuenta de su mayor error. La rabia la estaba haciendo actuar por impulso y a caminar en círculos, tanto que terminó yendo a la cueva del lobo, donde la mayor de las serpientes, Larissa vio su gran oportunidad para atacarla. Pero el fuego contenido en los ojos de Orestes bastaba para congelar la sangre de cualquiera y en ese momentos deseaba propinarle dos bofetadas a Larissa.
Allí, en medio de la sala, Eirin yacía en el suelo. Su mejilla comenzaba a teñirse de un rojo preocupante, y sus ojos estaban cerrados.
—¿Qué hiciste? ùreclamó Orestes inclinándose sobre Eirin para tomarla en sus brazos mientras seguía desmayada.
—Salvarte de esta desagradecida —le dijo ella en tranquilidad.
—¿Matándola? —le reclamó al tiempo que depositó a Eirin en el sofá.