En la sala de la casa donde se resguardaba, Orestes, el hombre que había controlado tantas vidas, que había manipulado los hilos del poder con una frialdad despiadada, ahora se encontraba sentado en una silla metálica, con su rostro impasible, como si nada de lo que estaba ocurriendo tuviera la más mínima relevancia para él. Sin embargo, dentro de su mente, un tumulto de pensamientos y emociones se desataban. La ira, la rabia, la impotencia… Todo eso lo carcomía desde dentro.
El sonido del reloj en la pared le resultaba insoportable. Cada tic tac le recordaba que su reinado estaba a punto de llegar a su fin, lo sospechaba. La policía había logrado encontrar el refugio donde estaba para el momento en el que encontraron el cuerpo de la mujer que sirvió de mensajera para avisarles a Ethan y Eirin cuál sería su destino si no obedecían a sus mandatos. Había subestimado la fuerza de Ethan y Eirin, y ahora se encontraba atrapado, quería creer que eso no significaba que estaba derrotado.
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