El aire era denso en la cabaña custodiada por dos agentes del cuerpo policial, rodeada por árboles altos y un silencio tenso que no lograba apaciguar la inquietud en el pecho de Ethan. El médico, un hombre robusto de rostro serio y palabras escuetas, revisaba a Eirin bajo la luz tenue de una lámpara portátil. Ella estaba recostada sobre una manta de lana, con la mirada fija en algún punto del techo como si su mente no quisiera regresar todavía.
—Físicamente está bien. Un poco de fatiga, algo de desnutrición y marcas de sujeción recientes —dijo el médico al cerrar su maletín—. Pero su estado emocional necesita cuidado. Esto no se arregla con vendajes.
Ethan asintió sin decir nada. Seguía con el hombro vendado por el roce de la bala que lo había alcanzado durante el enfrentamiento con Orestes y sus hombres. La herida ardía, pero no tanto como el vacío extraño que sentía desde que notó en los ojos de Eirin algo distinto. Una sombra. Una grieta. Algo que él mismo había ayudado a abrir en