No había nada más excitante para un hombre que tener a una mujer completamente rendida ante él.
Y más tratándose de alguien como Solana Mercado: puro fuego salvaje, rebelde y caótica, con esa voz que quemaba y esa mirada que atravesaba. Era de esas mujeres que te plantarían cara y te mandarían al carajo sin pensarlo dos veces, pero que también serían capaces de entregarse por completo si sabías exactamente qué decirles y cómo hacerlo.
Ahora se arrodillaba entrecerrando los ojos sin sus lentes, con los labios ligeramente separados.
—Quiero que me hagas cosas bonitas, Nicolás —dijo—. Sigo siendo tu niña buena.
Dios. Ni siquiera sabía lo que me hacía mientras el dolor en mi pecho luchaba contra el dolor en mi entrepierna en una guerra pareja.
Traté de no sonreír para mantenerme en el papel del hombre que todavía la castigaba, que aún no había decidido si perdonar o devorar. Pero su cuerpo hacía imposible pensar con claridad porque mis ojos me traicionaban al deslizarse por los picos duros