Cuando logré entrar al edificio, Nicolás ya había subido la mitad de las escaleras, tomando los escalones de dos en dos mientras yo lo seguía a toda prisa.
En el siguiente descanso sacó el teléfono del bolsillo, lo revisó rápidamente y se lo llevó al oído para una conversación breve y cortante sobre una grúa y alguien llamado Aarón. No necesitaba escuchar más para entender de qué se trataba.
Colgó justo cuando llegué a nuestro piso, donde se quedó parado frente a mi puerta con los hombros agitados, como si la adrenalina aún corriera por sus venas.
Al acercarme noté sus nudillos rojos y lastimados, con sangre acumulada en las grietas que me revolvió el estómago.
—¿Trajiste tu llave? —preguntó.
—La dejé adentro.
—Siempre deberías cargarla, si no te vas a quedar afuera.
Metió la mano en el bolsillo trasero, sacó su tarjeta y la deslizó por la cerradura hasta que la puerta se abrió con un clic. Al menos ahora entendía cómo había logrado entrar antes: se había hecho una copia.
Una vez adent