El cielo de aquella tarde estaba nublado cuando Lyra salió apresuradamente del apartamento. Su respiración era agitada y sus dedos temblaban mientras aún sostenía el teléfono contra su oído. La voz de la tía Sophia al otro lado se escuchaba cada vez más débil.
—¡Tía, espera! ¡Voy para allá ahora mismo! ¡No cuelgues! —gritó Lyra con desesperación, deteniendo el primer taxi que pasó.
El conductor la miró por el retrovisor.
—¿A dónde, señorita?
—¡A la zona de Linden Street, número 42! ¡Rápido, por favor!
El taxi arrancó a toda velocidad, alejándose del edificio.
Pero Lyra no se percató de que, a lo lejos, un par de ojos agudos seguían cada uno de sus movimientos.
Desde un coche negro estacionado al otro lado de la calle, dos hombres bien vestidos reaccionaron de inmediato.
—La mujer salió. El señor Antonio nos ordenó no perderla de vista —dijo el hombre del asiento delantero, encendiendo el motor.
—Llama de inmediato al señor Raffael —respondió su compañero desde el asiento trasero, mi