Ecos de la Sospecha

La lámpara de aceite proyectaba un resplandor amarillento y danzante en la sala trasera de la posada White Hart, alumbrando motas de polvo que flotaban en el aire viciado. El lugar olía a humo rancio de pipa, cerveza derramada y madera húmeda. Allí, en una mesa apartada, Lord Ashford esperaba con la impaciencia contenida de un hombre acostumbrado a dar órdenes, no a esperar respuestas, y que no toleraba ser desafiado, ni por una mujer, ni por un fantasma.

La puerta se abrió con un chirrido prolongado quejumbroso. El espía —un hombre hosco llamado Kael, con el rostro surcado por cicatrices antiguas y una mirada tan opaca y fría como el acero— entró, se inclinó apenas en un gesto de respeto vacío y dejó caer sobre la mesa un pliego de papel mal doblado y manchado.

—Hablad —ordenó Ashford, sin molestarse en un saludo, su voz un filo en la penumbra.

Kae

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