A cientos de kilómetros de distancia, en una oficina en la Ciudad del Vaticano, con vistas a la Plaza de San Pedro, el Conde Stefano Greco sostenía un teléfono celular con la mano izquierda, mientras que con la derecha estrujaba una bola anti estrés.
Su rostro, generalmente sereno y de aspecto duro, estaba contorsionado por una rabia helada, mientras Monseñor Visconti le clavaba una mirada suspicaz.
Stefano le daba vueltas una y otra vez en la mano a un sobre blanco con membrete de un prestigioso laboratorio. Lo doblaba, y lo guardaba en su bolsillo, para luego volverlo a sacar y jugar con él otra vez.
Visconti había observado su nuevo TOC con interés, ya hacía un par de días que mantenía ese sobre entre las manos con la mirada pensativa y los ánimos de perro, el Cardenal se preguntaba qué era eso que podía causarle un trastorno obsesivo compulsivo a un hombre de nervios de acero como Greco.
De pronto, el sonido del móvil del Conde rasgó el silencio con insistencia.
Greco contestó con