La noche de otoño se extendía sobre Luminaria como un manto silencioso y profundo, un suspiro largamente contenido que la tierra misma exhalaba tras las tormentas y las heridas cerradas. La brisa fresca acariciaba las hojas secas que caían lentamente en remolinos caprichosos, como si danzaran una última vez antes de desaparecer en el olvido. El aire llevaba el aroma a tierra mojada, a musgo húmedo y a la fragancia tenue y dulce de flores que ya no existían en los campos. Era un perfume melancólico, cargado de memorias olvidadas, de tiempos antiguos en que el miedo reinaba y la esperanza era apenas un hilo invisible.
Aquella brisa era más que viento: era un susurro que se colaba entre las ramas de los árboles, rozando las mejillas de quienes aún caminaban despiertos, llevando consigo fragmentos de voces lejanas. Ecos que parecían