Esa noche, mientras la luna plena se alzaba sobre las nubes como un ojo vigilante en el firmamento, Amara se despertó de forma brusca. Un sudor frío le cubría la frente. Su respiración era agitada, como si hubiera estado corriendo a través de una pesadilla sin forma. Pero no era una simple agitación nocturna: su mente, afinada por años de disciplina y telepatía, había percibido un grito interior, una vibración de miedo que no podía ignorar.
Caminó con paso lento por el pasillo en espiral del faro, aún descalza, su bata de descanso ondeando levemente con cada giro. A cada tramo, tocaba las runas grabadas en la pared con la yema de los dedos. Runas de calma. De unidad. De fortaleza. Pero ninguna parecía apaciguar el peso que le oprimía el pecho. El eco de sus pasos resonaba con más fuerza de lo habitual, como si la piedra misma respondiera a su inquietud.En su interior, bullía una mezcla peligrosa de emociones: temor por la fragilidad del equilibrio que habían l