La cueva del Oráculo se cerró tras ellos con un estruendo sordo, y al atravesar la boca pétrea quedaron expuestos al ventisquero helado que coronaba el promontorio. El viento cortaba como cuchillas invisibles, arrancando bocanadas de aliento de sus pulmones y cubriendo de escarcha las capas que Amara, Lykos y Arik habían tensado sobre sus hombros. Vania, con manos firmes, grabó runas de contención en la pesada puerta de piedra, hasta que los símbolos brillaron con un resplandor azulado y el portal se cerró definitivamente.
—El Oráculo no ha dejado más advertencias —dijo Amara, apretando el manuscrito contra el pecho—. Nos lo dejó claro: debemos acordar quién realizará el sacrificio final.Las palabras resonaron en el aire gélido mientras el grupo se alejaba de la entrada. El viaje de regreso al faro se tornó tenso y silencioso. Cada uno caminaba sumido en sus pensamientos y en el peso de la profecía. Aquella noche, Lykos se detuvo para contemplar el cielo estrellad