La primavera se había instaurado con su cálida promesa, pintando de verde y flores cada rincón de Luminaria. Los cerezos en flor exhalaban un perfume dulce y melancólico, que parecía susurrar historias antiguas mientras sus pétalos caían en espirales lentas, como un ritual sagrado. La ciudad entera respiraba a un ritmo nuevo, uno que se sentía vivo en el pulso acelerado de la juventud, en las risas de los iniciados que entrenaban con fervor, en las conversaciones que florecían en las plazas y en los mercados. Las calles, antes silenciosas y marcadas por el peso del pasado, vibraban ahora con energía, esperanza y la audacia de quienes jamás habían conocido la guerra, pero sí habían escuchado sus ecos.
En el aire, mezclado con el aroma a tierra húmeda y flores frescas, flotaba un halo de promesas: promesas de futuro, de alianzas que rompían siglos de silencio, de paz