La tormenta había pasado, pero la madrugada dejó tras de sí un cielo pesado, como un telón gris que anunciaba que aún no era tiempo de descansar. El viento arrastraba restos de ramas y hojas por los pasillos exteriores, y el eco de la lluvia golpeando las torres todavía vibraba en las piedras.
Amara abrió los ojos lentamente. La penumbra se filtraba a través de los ventanales, y un silencio expectante llenaba la sala donde, horas antes, se había sellado un juramento de sangre y unión. A su lado, Lykos dormía con un brazo sobre ella, su respiración profunda marcando un compás lento, casi felino.
Por un instante, Amara se permitió la tregua. Escuchó ese sonido, la calma de su pecho subiendo y bajando, el calor que irradiaba su piel. Olía a madera húmeda, a hierro y al perfume de resina que impregnaba sus cabellos. Sus dedos se deslizaron hasta el rostro de Lykos, acariciando la línea firme de su mandíbula.
Pero entonces, un golpe seco rompió la calma. N