Maximiliano llegó al apartamento de Mia a las 7:30 p.m. Ni un minuto más, ni uno menos. El reloj marcaba temprano para una cena... pero tarde para contener lo que venía sintiendo. Llevaba días, semanas, meses enteros postergando lo inevitable. Y esa noche, simplemente no podía esperar más.
Tocó la puerta con decisión. Un toque seco. Corto. Firme. Y cuando Mia abrió, la visión de ella fue como un golpe directo al pecho.
Estaba descalza, con el cabello recogido de forma descuidada y una blusa holgada que dejaba un hombro al descubierto. Sencilla. Desarmada. Hermosa. Pero su sonrisa, esa sonrisa... fue lo que terminó de quebrarlo por dentro.
—Vaya… debes tener mucha hambre, llegaste temprano —dijo Mia con ese tono juguetón que lo hacía arder desde adentro.
Él no respondió de inmediato. Sus ojos se quedaron fijos en los de ella como si buscaran algo más allá de lo evidente. Y entonces, cuando habló, su voz fue grave, baja, cargada de una tensión que se sentía más con el cuerpo que con los