La luz del amanecer filtraba su aliento dorado por las rendijas de las cortinas, tiñendo la habitación de Emma con un resplandor apacible. El despertador aún no marcaba las seis, pero Ana Lucía ya estaba en pie. Se había levantado antes de que el sol se atreviera a asomar, antes de que cualquier sonido rompiera la calma, con la única intención de evitar cruzarse con Maximiliano.
Vestía una camiseta de algodón holgada y unos pantalones deportivos, y caminaba descalza por el suelo que aún estaba frío por la mañana. Se detenía con cuidado, como si el silencio fuera algo que pudiera romperse con un simple suspiro.
Abrió la puerta de la habitación de Emma con suavidad, y allí estaba la niña, aún enredada entre las sábanas, con un mechón rubio pegado a la mejilla. Ana se acercó despacio, sentándose en el borde de la cama. La contempló un momento antes de acariciarle el cabello.
—Princesa… —susurró con voz suave, como si le hablara a una flor aún cerrada—. Es hora de levantarse. Hoy tienes t