La puerta cerrada a su espalda seguía transmitiéndole el calor de lo que acababa de pasar. Ana Lucía no se movió por un momento, como si su cuerpo necesitara procesar lo que acababa de vivir.
Se llevó ambas manos al rostro, cubriéndose los ojos, y dejó escapar un suspiro largo, contenido, casi tembloroso.
—¿Qué demonios te pasa, Ana? —se recriminó en voz baja, dejando caer las manos a los costados.
Caminó lentamente hacia la cómoda, quitándose con torpeza la blusa salpicada de harina y el pantalón que ya comenzaba a endurecerse por el azúcar derretida. Su piel olía a chocolate y vainilla, con un toque amargo de ansiedad. Se miró en el espejo del tocador mientras recogía su cabello en un moño alto y despeinado. Aún tenía las mejillas encendidas, no solo por el calor del baño o el correteo con Emma… sino por él.
Maximiliano.
El nombre le golpeó como una piedra en el pecho. Lo repitió mentalmente y se odió un poco por hacerlo.
No quería pensar en su boca tan cerca. En su voz rasgada y gr