El cielo aún estaba teñido de un azul profundo cuando Ana Lucía abrió las cortinas de la habitación de Emma. La brisa matutina se coló entre los visillos, trayendo consigo el olor del jazmín húmedo del jardín y el canto lejano de los mirlos. La pequeña dormía hecha un ovillo, aferrada al peluche, con la respiración acompasada de quien, por fin, había tenido una noche tranquila.
—Princesa... —susurró Ana, sentándose con cuidado en el borde de la cama—. Ya es hora de despertar.
Emma se removió entre las sábanas, escondiendo la carita bajo el brazo.
—Cinco minutos... —musitó con voz ronca.
Ana sonrió y se inclinó para besarle la frente.
—Los cinco minutos ya pasaron. Te preparé el uniforme con los moños azules que te gustan, con forma de mariposa.
Eso fue suficiente para que la niña asomara el rostro, todavía somnolienta pero más dispuesta. Ana le ayudó a levantarse y, juntas, comenzaron la rutina de la mañana. Mientras le cepillaba el cabello con delicadeza, escuchaba cómo Emma le conta