El sol de la tarde caía con una calidez dorada sobre los muros de la mansión Cisneros, tiñendo las columnas de tonos ámbares y proyectando sombras alargadas en el empedrado. El auto negro avanzó por el camino principal, sus llantas crujieron apenas contra el suelo al detenerse frente a la entrada principal. Adrián bajó primero, aflojándose el nudo de la corbata mientras su ceño fruncido delataba el cansancio acumulado del día.
Alan descendió del lado contrario, sacudiendo sus mangas con teatralidad. Un leve soplo de viento movía las hojas de las bugambilias trepadas al muro, dejando caer pétalos rosados que se mecían en el aire como fragmentos de una historia que aún no acababa.
—¿Listo para otro round de la telenovela Cisneros? —murmuró Alan, entre sarcástico y resignado.
Adrián no respondió de inmediato. Detuvo el paso a mitad del patio de entrada, sus ojos escudriñaron los autos alineados frente a la cochera techada.
—Falta un coche —dijo, entrecerrando los ojos.
Alan se detuvo tam