El amanecer se filtró como una caricia dorada sobre los ventanales de la mansión Montenegro. La ciudad despertaba con su murmullo constante: el rugir de motores lejanos, las campanas de una iglesia marcando las siete y el canto de los pájaros refugiados en los jardines. En el interior, todo parecía suspendido en un silencio elegante, apenas roto por el suave tic-tac de los relojes antiguos que adornaban los pasillos.
En la suite principal, Greeicy dormía profundamente. Su respiración era tranquila, acompasada, como si la noche anterior —con sus chispas de tensión y miradas inquisitivas— hubiera sido un simple sueño. La cortina translúcida dejaba pasar haces de luz que se derramaban sobre su piel, resaltando el brillo natural de su rostro.
Dylan ya estaba despierto. Se había sentado en la orilla de la cama, observando en silencio. El contraste lo enternecía: la mujer que la prensa había comenzado a nombrar como “la nueva joya de los Montenegro” dormía con el gesto sereno de una niña.