La historia de Ailén se había contado una y otra vez en fogatas y en cuadernos de tapas ajadas. Las niñas que alguna vez fueron guiadas por Liora aún repetían su nombre como si invocaran fuerza. Los cachorros de la nueva manada recordaban el legado de Rylan y Lía, y aunque pocos lo sabían, en un rincón lejano del mapa, muy lejos de Umbra Noctis, la vida seguía... distinta, pero viva.
Porque Raven no había muerto.
Porque Kiara no había olvidado.
El paisaje era distinto al de Umbra Noctis. Montañas suaves al este, un lago cristalino al oeste. Casas de madera construidas con paciencia, lejos de miradas, de amenazas, de pasados. Allí, donde los árboles eran menos densos y el sol más valiente, Raven y Kiara habían encontrado refugio. No un final. No una huida. Sino un nuevo comienzo.
La cabaña que habitaban se alzaba sobre una colina cubierta de flores silvestres. El tejado estaba cubierto de musgo, las ventanas abiertas al viento, los pasillos impregnados de libros, mapas y algunas armas