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2. Bajo la mirada de la Luna

En la actualidad…

Ailén Moreau

Desde que tengo memoria, siempre supe que había algo... distinto en mí. No era algo que pudiera señalar frente al espejo o explicar con palabras claras. Era una sensación persistente, como un murmullo en el fondo de mi alma, una vibración leve pero constante, como si el mundo, tal y como lo conocía, escondiera un velo que solo yo intuía, aunque nunca pudiera levantarlo.

Mi infancia fue, a ojos de cualquiera, perfectamente normal. Crecí en un pequeño pueblo rodeado de bosques y ríos, un lugar donde cada rostro era familiar y cada secreto, compartido en susurros entre vecinos. Mis padres, Lissette y Gérard Moreau, eran personas amorosas pero discretas, como si siempre llevaran el peso de historias no contadas en sus miradas. Nunca me prohibieron explorar, pero sus advertencias siempre tenían un tono de gravedad que me dejaba más preguntas que respuestas.

Yo siempre tan pequeña y curiosa, pasaba las tardes corriendo entre los árboles, recogiendo hojas extrañas y persiguiendo mariposas junto a Raven y Liora, mis inseparables compañeros de aventuras. Éramos un trío inseparable, unidos por la inocencia de la niñez, sin saber que los lazos que formábamos entonces estaban destinados a soportar mucho más de lo que podíamos imaginar.

Raven era el más silencioso de los tres. De cabellos negros como la noche sin estrellas y ojos grises que parecían ver más allá de la superficie, siempre parecía estar en guardia, como si luchara contra un enemigo invisible que sólo él podía sentir. Liora, en cambio, era una fuerza de la naturaleza: impulsiva, alegre, protectora. Su cabello cobrizo ardía bajo el sol, y su risa era un eco constante en nuestros días de infancia.

Yo... bueno, yo siempre fui la soñadora. La que veía figuras en las sombras, la que escuchaba melodías en el viento. La que, en las noches de luna llena, sentía cómo el corazón le latía de un modo diferente, como si respondiera a un llamado que no entendía.

Nunca se lo conté a nadie. ¿Cómo explicar que a veces sentía las emociones de los demás como propias? ¿Que en ocasiones sabía que alguien estaba triste antes de que su rostro lo mostrara? O que, en sueños, caminaba por paisajes que no existían en ningún mapa.

Pensé que era parte de ser una niña sensible. Hasta que crecí. Y esas sensaciones, lejos de desvanecerse, se hicieron más fuertes.

Hoy, a mis veintiún años, esas preguntas sin respuesta me pesan más que nunca.

Aún recuerdo esa noche, una noche tan templada, con una luna llena dominando el cielo como un faro antiguo. Sentí el impulso de salir, de caminar bajo su luz plateada. A veces, cuando el mundo se volvía demasiado pesado, el bosque era el único lugar donde podía respirar sin sentirme extraña.

Atravesé el sendero conocido, dejando que mis pasos me guiaran. Los árboles susurraban historias antiguas, y el aroma de tierra húmeda llenaba mis sentidos. No llevaba un destino en mente, solo la necesidad de estar sola con mis pensamientos.

O eso creí.

Al llegar al claro junto al viejo roble caído, lo vi.

Raven estaba allí, como si la misma luna lo hubiera esculpido en sombras y luz. Se apoyaba contra el tronco, los brazos cruzados, la cabeza ligeramente inclinada hacia atrás, observando el cielo con una expresión que no supe descifrar.

Me detuve, sintiendo un tirón extraño en el pecho, una especie de latido que no me pertenecía. Algo dentro de mí se agitó al verlo, algo primitivo y dulce a la vez, como si una parte olvidada de mi ser reconociera la suya.

-- No esperaba encontrar a nadie aquí -- dije, mi voz apenas un susurro.

Raven bajó la mirada hacia mí. Por un instante, su rostro se iluminó con una sonrisa leve, casi imperceptible, pero luego se desvaneció, reemplazada por su típica neutralidad.

-- Este lugar siempre ha sido bueno para pensar -- respondió, su voz ronca como piedras rodando suavemente en un río.

Me acerqué despacio, sintiendo el calor invisible que emanaba de él. Era absurdo; estábamos al aire libre y, sin embargo, su sola presencia parecía desplazar el aire a su alrededor, envolviéndome.

-- ¿Pensar en qué? -- pregunté, sentándome en la hierba, abrazando mis rodillas.

Raven tardó en responder, como si pesara sus palabras.

-- En el pasado... en lo que no se puede cambiar -- dijo finalmente, su mirada volviendo a perderse en la bóveda estrellada.

Una punzada de melancolía se instaló en mi pecho. Siempre había intuido que Raven cargaba un peso que no compartía. No era sólo la típica tristeza de un joven; era algo más profundo, más antiguo.

-- A veces pienso que... hay cosas que ya están escritas -- murmuré, más para mí misma que para él. -- Y que por más que corramos, igual nos alcanzan. --

Raven me miró entonces, directamente, y durante un instante sentí como si algo en su interior temblara. Como si mis palabras hubieran tocado una fibra secreta.

-- Quizá tengas razón -- dijo en voz baja. -- Pero algunas cosas merecen ser peleadas. Hasta el final. --

Un silencio se instaló entre nosotros, cómodo y lleno de significados que ninguno se atrevía a nombrar.

Sentí una ráfaga de viento, fría y suave, como un susurro en mi oído. Instintivamente, me estremecí.

Sin pensarlo, Raven se movió. De manera casi imperceptible, acortó la distancia entre nosotros, colocándose a mi lado, como un escudo silencioso. No dijo nada. No necesitaba hacerlo. Su sola presencia me rodeaba, dándome una sensación de seguridad que no podía explicar.

Mi corazón latía desbocado, y no supe si era por la cercanía de Raven, por la magia de la noche o por esa sensación persistente de que algo, muy dentro de mí, estaba empezando a despertar.

-- Deberías tener cuidado al salir sola -- dijo, su tono grave pero cargado de una preocupación genuina.

Sonreí débilmente.

-- ¿Desde cuándo eres mi guardián? --

Su boca se curvó en una sonrisa fugaz.

-- Desde siempre, quizás -- respondió.

Un escalofrío dulce recorrió mi espalda. Algo en su mirada, en sus palabras, tocaba cuerdas que ni siquiera sabía que existían en mí.

 La noche avanzó, y nos quedamos allí, bajo la mirada constante de la luna, compartiendo silencios que hablaban más que cualquier palabra.

Cuando finalmente me levanté para regresar, sentí la mirada de Raven en mi espalda, intensa y protectora, como si luchara contra un impulso que ni él entendía del todo.

Caminé de regreso a casa con el corazón latiendo desacompasado, la mente llena de preguntas sin respuesta y el alma envuelta en un presentimiento imposible de ignorar.

Algo estaba cambiando. Lo sentía en los huesos, en la sangre.

Y aunque aún no lo sabía, aquella noche bajo la luna era solo el principio.

Un principio que lo cambiaría todo.

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