El siguiente día amaneció despejado, con una brisa suave que agitaba las palmas de los árboles cercanos. El cielo tenía ese tono dorado que precede al amanecer, y el sonido distante del mar parecía una melodía constante, una promesa de calma. Clara despertó antes de que Lucas abriera los ojos. Había dormido profundamente, pero su cuerpo aún pedía moverse, respirar aire fresco, mirar el horizonte. Se levantó con cuidado, se puso una ligera bata y salió hacia la playa.
El aire salado le acarició el rostro, y por un instante se detuvo a observar cómo las olas rompían suavemente sobre la orilla. El mar estaba tranquilo, con un ritmo pausado que contrastaba con la velocidad con la que su vida había cambiado en los últimos meses. Caminó descalza, dejando que la arena húmeda se hundiera bajo sus pies. Cada paso era una caricia del agua fría, un recordatorio de que estaba viva, de que había llegado a un punto de su vida en el que podía sentirse en paz consigo misma.
El frío de la mañana tocó