La tarde se desvanecía lentamente sobre el horizonte, tiñendo el cielo de tonos dorados y rosados que parecían fundirse con el mar. El viento soplaba suave, meciendo las ramas del viejo árbol que durante años había sido testigo silencioso de risas, conversaciones y promesas. Clara se encontraba sentada en el jardín, su cuaderno sobre las piernas y una taza de té entre las manos. Ya no escribía con la misma frecuencia que antes, pero aquella tarde sintió la necesidad de hacerlo, de dejar una última huella escrita, como una carta para el futuro.
El silencio del atardecer estaba lleno de vida. Desde la casa llegaban los sonidos familiares que tanto amaba: las risas de sus nietos, la voz serena de Lucas llamando a alguien desde la cocina, el eco suave de la música que su hija, Sofía, solía poner cuando los visitaba los fines de semana. Cada uno de esos sonidos era un fragmento de su historia, una sinfonía de recuerdos que se entrelazaban con el presente.
Clara sonrió, mirando la primera p