El jardín de la casa estaba lleno de risas, el sonido de los niños corriendo entre los árboles, las voces de los adultos mezcladas con el canto de los pájaros y el aroma del café recién hecho. Clara se sentó en su viejo sillón de mimbre, aquel que había acompañado tantos atardeceres junto a Lucas. Miró alrededor y sintió una calidez profunda en el pecho. Todo lo que veía —sus hijos, sus nietos, su hogar— era el reflejo de una vida bien vivida, una historia escrita con amor, esfuerzo y esperanza.
El sol se filtraba entre las hojas, bañando de dorado la escena. Samuel, ahora con cincuenta años, conversaba animadamente con su esposa en la terraza, mientras su hijo mayor ayudaba a Sofía a organizar la mesa del almuerzo. Los nietos reían, jugando con una pelota, llenando el ambiente de vida. Cada risa era un eco de los días que alguna vez habían compartido cuando sus propios hijos eran pequeños.
Lucas se acercó despacio, con ese caminar tranquilo que el tiempo había vuelto más pausado, per