Ese viernes, Clara había invitado a su mejor amiga, Marta, a pasar el día con ella en el pueblo. Desde la universidad habían compartido todo: alegrías, penas, sueños, desilusiones. Marta había estado a su lado en cada etapa importante de su vida, y no podía imaginarse esta última sin ella. Compartir los preparativos de la boda con su amiga era casi una necesidad emocional. Quería que viera lo que estaban construyendo, y que formara parte de ello.
Tras un almuerzo en un pequeño café frente al mar —donde compartieron risas, empanadas de camarón y jugo natural— decidieron caminar por la playa, donde la brisa era suave y el sol acariciaba la arena con un brillo dorado.
—Entonces… ¿cómo te sientes? —preguntó Marta mientras se quitaba los zapatos para caminar descalza—. No todos los días una se casa con el amor de su vida en un sitio tan hermoso.
Clara soltó una pequeña risa, aunque luego suspiró, dejando que la pregunta la calara más profundamente.
—Me siento feliz, muy feliz —respondió—.