Escarlata
Era extraño existir como un espíritu atado a Luciano. Podía sentir cada una de sus emociones, pero no podía tocarlo ni hacer que sintiera mi presencia.
Lo observaba mientras daba vueltas por nuestra habitación, con la ansiedad creciendo minuto a minuto.
—Algo anda mal —murmuró, abriendo los cajones de mi tocador.
Estaban vacíos. Solo quedaban espacios huecos de madera donde alguna vez existió mi vida. Sus manos temblaban mientras se dirigía al armario. Ya no estaban mis vestidos, ni mis zapatos, ni mis joyas… cualquier rastro de mi existencia había sido borrado.
—¡María! —gritó, bajando las escaleras corriendo—. ¿Cuándo viste a Escarlata por última vez?
—Esta mañana, Alfa —respondió la mujer, sin dejar de frotarse las manos, nerviosa—. Parecía... diferente. Se veía triste.
—¿Diferente en qué sentido? —inquirió Luciano, tomándola por los hombros—. Dime exactamente lo que viste.
—Estaba quemando cosas en la chimenea —susurró María—. Fotos, ropa, todo. Cuando le pregun