Thomas la dejó recostada en la cama como si la depositara ahí para observarla, no para protegerla. Su chaqueta cayó al suelo sin apuro, como si no tuviera prisa por desnudarse... pero sí por desarmarla a ella.
La miró con esa calma afilada suya. Esa que no gritaba, pero se sentía como un cuchillo contra el cuello.
"¿De verdad quieres jugar a la hija ahora?"
Su voz era baja, casi un susurro. No por dulzura, sino porque lo que decía no necesitaba volumen para herir. Caminó lento hasta el borde de la cama, con esa elegancia suya que hacía temblar más que cualquier brutalidad.
Ella apenas podía moverse. Lo miraba con los labios entreabiertos, la respiración rota, como si cada palabra suya fuera un dedo que le apretaba el pecho.
Thomas se inclinó, tomó una de sus piernas con una soltura sensual. Su pulgar se hundió apenas en la carne blanda de su pantorrilla mientras se la alzaba, como si evaluara su resistencia. Luego, con una devoción oscura, le besó el pie.
Un beso seco. Lento. Marcado.