*—Dominick:
Todo estaba yendo de mal en peor.
Dominick entró a su oficina como una tormenta. Cerró la puerta de un portazo tan brutal que las bisagras crujieron, amenazando con desprenderse, pero no podía evitarlo. No podía contener la ira ni la fuerza desmedida que le recorría el cuerpo como electricidad. Su Rut estaba a la vuelta de la esquina, y esta vez no tenía supresores. No tenía escapatoria.
Horas antes, cuando el calor se le subía por la espalda y su cuerpo comenzaba a reaccionar con espasmos involuntarios de necesidad, había acudido a su médico, con la esperanza de conseguir una prescripción de emergencia. Algo que calmara el caos interno.
Pero no.
—Te dije que no puedo recetarte supresores para tu Rut —le había dicho el médico con tono firme—. Tienes que pasarlo con tu omega. Con el omega que marcaste. Sé que es difícil, pero o lo enfrentas solo… o te sinceras con él.
La sinceridad. Qué palabra tan absurda en su contexto. Porque Dominick lo sabía: no podía pasar su Rut solo